sábado, 19 de enero de 2013

A los quince años


A los quince años se ríe. A los quince años se canta y se baila. A los quince años se tienen proyectos, no recuerdos. Se tienen ilusiones, no amarguras. Y se tienen porque el tiempo es de azúcar, y se toma a sorbitos, poco a poco.
A esa edad, las vivencias recordadas son un postre dulce y exquisito. Que se toma con la persona elegida y soñada.
Los hombres te miran por la calle, debatiéndose entre el deseo y el respeto, pues todavía eres una niña. Tú, que sabes perfectamente que ya no lo eres, te aprovechas de la situación y coqueteas. Una mirada de abajo a arriba, un pestañeo inocente, ahora te subes la faldita para rascarte por encima de la rodilla, un lametón a la piruleta. Todo muy en plan Lolita; eso los vuelve locos, el sentido de lo prohibido.
A los quince años todavía crees en el amor, pues todavía nadie te ha aplastado el corazón en su ruda mano. Y piensas cada noche que un día mirarás al cielo y descubrirás nubes rosas, que beberás de las fuentes públicas sirope de chocolate, y que tu papá y tu mamá nunca morirán, dejándote sola y torcida.
Los quince años ya no volverán nunca más, ni en tu vida ni en la mía.
La verdad es que no ha pasado tanto desde entonces, pero lo siento muy lejano, como si hubieran pasado muchos años de estaciones vacías, nieves eternas y hojas de otoño.
Una leve tristeza se apodera de mí por un instante. Miro la foto, la fotografía estática de una niña sonriente, feliz de tener quince años. Y me doy cuenta de ser perecedera.

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