lunes, 7 de octubre de 2013

Chicos IV


Cojo el bus para ir a mi centro de estudios. Al subir me sitúo en la parte central, de pie. Llevo poco rato cuando noto una mirada insistente sobre mí. Ya sabéis, esa sensación de que alguien te está mirando. Giro la cabeza y veo al protagonista de mi sensación. Se trata de un apuesto hombre de unos treinta y tantos con barba que está sentado en la parte final del vehículo.
Percibo que su mirada se dirige a mis piernas, que ese día llevo enfundadas en unas medias. Por encima de ellas una minifalda; endendedlo, una tiene que lucirse de vez en cuando ¿no?
Cuando veo que el asiento a su lado ha quedado vacío me dirijo a él sin pensármelo dos veces. El desconcierto del cazador cuando la presa se revuelve y hace algo inesperado es digno de contemplarse, creedme.
Adopto el “modo suave” en mi voz, en el que casi la convierto en una voz de niña pequeña y desvalida para pedirle si me deja pasar. Aparta las piernas y no pierdo el tiempo: roce con mis piernas, mi pelo, mi aroma, mi yo entero.
Una vez sentada a su lado dejo que pase un cierto tiempo de adaptación a la nueva situación, por ambas partes.
Percibo por el rabillo del ojo que mira hacia abajo, hacia mis rodillas, momento que aprovecho para un cruce de piernas a lo Sharon Stone, pero sin testigos enfrente. Además, yo llevo bragas.
Al ratito paso a la acción. Giro mi cabeza y muy cerquita le susurro si tiene hora. Mi aliento de fresa lo descoloca un poco. Indica que sí, traga saliva y extiende el brazo para mirar su reloj, momento que aprovecho para cogerle la muñeca y mirar la hora yo misma. No se esperaba esa invasión sutil de su espacio personal, aunque debería haberse dado cuenta a esas alturas que lo he conquistado y puesto mi bandera polaca desde hace ya varios minutos. Conquista fácil, además; el enemigo apenas ha prestado resistencia, diría el parte de guerra.
El bus avanza con la pereza de las mañanas de agosto, somnoliente y lento. Él no sabe cómo empezar la conversación. Se muere de ganas, lo noto. De todas maneras pienso que no le va a dar tiempo. Bajo en la siguiente parada, pero él no lo sabe.
Cuando se acerca el momento le pido si me deja salir. Con un movimiento de desgana aparta de nuevo las piernas. Nuevos roces, esta vez de despedida, de adioses, de fines en sí mismos.
Justo antes de que se abran las puertas y acabe bajando me giro a mirarlo porque sé que me está mirando. Efectivamente.
Y con todo el descaro del mundo con que la naturaleza me ha dotado le guiño un ojo y le sonrío.
Lo último que acierto a ver de él me desconcierta esta vez a mí. Mucho. Esperaba otro tipo de reacción, de mirada. Lo que acabo viendo me deja fuera de juego, pues no me lo espero. Porque en lugar de la mirada de desconcierto o aún de rabia ante la incomprensión de lo que ha pasado me encuentro con su sonrisa. Y es también una sonrisa de despedida, en la que parece querer decirme: “Eva, me ha encantado que tu vida y la mía se hayan rozado. Gracias por este momento. Que te vaya bien en la vida”. A lo cual me apetece responder aquí, en este blog, una respuesta que él jamás leerá: “Gracias a ti, desconocido atractivo, por mirarme, por admirarme. Y por haber inspirado este humilde texto”.